[...]Ellos siempre ganaban. Éramos jugadores de una partida de ajedrez
en la que el rival iba siempre un movimiento por delante.
Cámaras, satélites, policía y agencias secretas que
vigilaban todo lo que pudiera escapar a su control. Era lo que nosotros
pretendíamos, escapar.
Resistencia diluida en nuestra evasión, esa que siempre
acompañó a los grandes luchadores de antaño, que extenuados ahogaban sus penas
en cualquier droga que les guiñase un ojo.
Era bien sabido que nos colocábamos gracias a los mismos que
nos prohibían hacerlo; gran negocio hipócrita el suyo. Aún así lo
necesitábamos, y en ese bar que doblaba la esquina del callejón era donde
solíamos ir a olvidarnos del caos en el que estábamos sumergidos. El mismo
lugar donde encontré otra droga mucho más adictiva que la que solía fumar.
[...]Le gusta mirar al
suelo cuando pasa por delante, y que yo me coma la cabeza preguntándome por qué
no se para. Prefiere rozarme el brazo con sus dedos cuando nos cruzamos, que
abrazarme y oler mi colonia; ella también es débil. Recuerda mi aroma, aunque
reniegue de él, como yo recuerdo su manera de morderme ambos labios mientras me
alejaba de los suyos.
Se llamaba Amanda, costaba encontrar la ternura escondida
tras sus rosadas mejillas, y bajo ese caparazón de rebeldía e indiferencia. Me
llegaba por los ojos cuando se subía en sus tacones.